La política sexual de la enfermedad: histeria y neurastenia como “enfermedades femeninas-feministas”
Desde mediados del XIX, psiquiatras y feministas han rivalizado sobre qué “les conviene” a las mujeres: para los primeros, irremediablemente entrarían en “crisis mentales” si se empeñaban en conseguir los mismos derechos que los hombres, particularmente la educación. En EE UU, un médico de Harvard, Edward Clarke, escribió Sex in education; or, A Fair Chance for the Girls (1884) donde describe los desastrosos efectos de la educación superior de las mujeres en su salud, especialmente la reproductiva. Las teorías de la “inversión útero cerebro” convertían las demandas de trabajo intelectual en contraproducentes para las funciones reproductivas (irregularidades menstruales, esterilidad y, como consecuencia, crisis mentales). Que la palabra histeria deriva del griego hyaterá o útero da cuenta de la conexión histórica entre la salud mental y la salud reproductiva en las mujeres. Los peligros del esfuerzo mental eran varios: se virilizarían de forma monstruosa, sus capacidades reproductivas se verían dañadas y contribuirían con ello, de forma egoísta, al "suicidio de la raza".
Ante estos ataques, no fueron pocas las reacciones de pioneras médicas o psicólogas que pusieron sus conocimientos científicos y expertos-experienciales al servicio de desmontar mitos. Destacamos por ejemplo los trabajos de Leta Hollingworth o Mary Putnam Jacobi sobre la menstruación. A ello se sumó una batalla paralela frente a las leyes que protegían el confinamiento involuntario de las mujeres en manicomios, fundamentalmente por parte de sus maridos. Al activismo pionero de Elizabeth Packard en EEUU, le siguieron en Inglaterra el de Georgina Weldon con How I Escaped the Mad-Doctors (1878) o el de Louisa Lowe con The Bastilles of England; or, The Lunacy Laws at work (1883), ambas relacionadas con el movimiento espiritualista.
Todo ello concurre con el protagonismo de la histeria como enfermedad femenina por excelencia, elusiva y enigmática, asociada a la extrema emocionalidad y resistente a la racionalidad masculina: mysteria, como la denominó el doctor Weir Mitchell, por estar en el “limbo nosológico de la enfermedades femeninas sin nombre”. Los principales síntomas: los ataques, el globus hystericus y la sensación de ahogo o sofoco. La frustración sexual y la inactividad se argumentaron como principales causas por los doctores, insensibles a los conflictos internos de las mujeres de la época por el choque entre sus aspiraciones (como escritoras, profesionales, activistas, etc.) y las restricciones sociales que se les imponía por su sexo.
Lo curioso es que cuando las mujeres enfermaban dejaban de desempeñar sus obligaciones y sacrificios como hijas o esposas: demandaban, por contra, que las cuidasen. Los médicos temían que las mujeres histéricas de hecho disfrutaran de esa libertad de deberes domésticos y conyugales que implicaba la enfermedad y que fueran “cómplices” de su “desviación de rol”, lo cual les ponía en conflicto con sus familias y maridos. De ahí el rechazo que provocaba la histeria en médicos como Henry Maudsley, interpretada como parálisis de voluntad, perversión moral y a las mujeres que la padecían como intratables, egoístas o manipuladoras.
La neurastenia fue una forma más prestigiosa y atractiva de “nervios femeninos” producto de las urbes industrializadas, que afectaba principalmente a mujeres educadas y de clase media, percibida como “aceptable” a su vez en hombres de negocios o intelectuales que “colapsaban” (con dolores de cabeza, vértigos, insomnio, depresión, neuralgia, etc.). A diferencia de la histeria, la neurastenia se asociaba a mujeres colaboradoras, femeninas y refinadas. Como ha señalado Elaine Showalter, para muchas mujeres intelectuales victorianas (tanto en Inglaterra como en EE UU), pioneras en la educación universitaria o reformadoras sociales -la llamada “Nueva Mujer”-, la “enfermedad de los nervios” marcaba la transición entre su rol doméstico y el profesional: fue el caso de Jane Addams, Beatrice Webb, Olive Schreiner, Edith Wharton o la propia Charlotte Perkins Gilman.
Las curas de reposo frente a la “epidemia de histeria”
Las historiadoras Ehrenreich y English hablan de una “epidemia de invalidez misteriosa” que asoló a la población femenina de clase media-alta en EEUU e Inglaterra en la segunda mitad del siglo XIX. Para ellas, este impreciso síndrome más que una enfermedad representó un modo de vida. El ideal romántico y victoriano femenino proyectaba una dama frágil, acomodada, totalmente dependiente de su marido, una inválida doméstica cuya única función era simplemente no hacer nada, y la reproducción. Una mujer ociosa, adorno perfecto del varón de éxito capitalista, como Cassandra descrita por Florence Nightingale o Nora en La casa de muñecas de Ibsen. Un mórbido estilo de vida que predisponía a la enfermedad, y que a su vez obligaba por prescripción médica a seguir viviendo como se esperaba de las mujeres: reposo físico pero sobre todo mental. La mujer enferma no era más que el exceso de la mujer ideal romántica, pero un exceso cuyo límite estaba próximo.
Un tratamiento estándar para la histeria o neurastenia fueron las “curas de reposo” del Doctor Weir Mitchell, el cual fue aplicado fundamentalmente a mujeres con “cerebros inquietos” de clase media, donde los muros de la casa (con sus “empapelados”) sustituían los de los manicomios, destinados más bien a mujeres pobres. Las curas de reposo se basaban en la sumisión completa de la paciente a la autoridad médica. Se trataba de regresar a la enferma a un estado infantil, totalmente receptivo y dependiente de la figura del médico, para a partir de ahí reeducarla en una “conducta autodisciplinada y madura”, esto es, reconducirla al rol materno doméstico. En este proceso de “curación por autoridad” (como lo llaman Ehrenreich y English), la enferma era despojada de toda agencia, responsabilidad o elección. El “vaciado mental” requerido para ello implicaba un estado de reposo total en la cama mediante el aislamiento y la privación sensorial, donde se prohibía tajantemente cualquier conato de trabajo intelectual.
El conflicto entre aspiraciones y restricciones en la Nueva Mujer
Charlotte Perkins fue una teórica feminista, socióloga y novelista estadounidense conocida en su tiempo. Fue autora de diferentes ensayos, novelas utópicas sociológicas y relatos cortos donde, de forma controvertida para la época, reflejaba las consecuencias de la segregación sexual de esferas y las limitaciones que imponía el “corsé” femenino y familiar victoriano: destacamos el ensayo Mujeres y economía, la novela utópica feminista Herland –traducida al castellano como Dellas. Un mundo femenino o como Matriarcadia-, o el relato corto Si yo fuera un hombre. Pero quizá su escrito más conocido y con más desgarro autobiográfico fue The yellow wall paper (1892) –traducido al castellano como El papel pintado amarillo o El empapelado amarillo.
Tanto Perkins como la protagonista de El empapelado amarillo representaban a muchas mujeres atrapadas en una vida de dependencia económica y restricciones intelectuales, privadas de esferas significantes de acción más allá del hogar, y forzadas a definirse sólo en términos de relaciones personales, lo cual las volvía más (de)pendientes de sus vidas internas y más susceptibles de “enfermedades nerviosas”. Su frustración y descontento con las limitaciones del rol femenino se unía a la necesidad de esconder sus deseos de independencia, trabajo y poder. Experimentaron la tensión entre la imagen pública aceptable de la hija y la esposa obediente y sumisa y el secreto y el silencio de un “yo monstruoso” con deseos y agencia (Showalter). Probablemente ese sufrimiento fue lo que llevó a Charlotte Perkins en 1887, después del nacimiento de su hija, a visitar al mayor especialista en nervios del país. Algo que hoy en día sería etiquetado de forma simple y reduccionista como “depresión postparto”.
Un cuento gótico feminista que desafió la medicina masculina
De su rebeldía ante las indicaciones de “reposo total” de las curas del doctor Weir Mitchell, le salió este sorprendente cuento gótico, donde el terror anida en una protagonista encerrada entre cuatro paredes, un “monstruo” de papel amarillo nacido de la opresión femenina. Se trata de una crítica aguda a la medicina masculina de la época y a los preceptos de la mujer victoriana. En él se describe cómo el confinamiento doméstico claustrofóbico, protegido por las buenas intenciones y el paternalismo de un marido médico de profesión (alter ego de Mitchell), puede conducir a la angustia de la protagonista.
“John es sumamente práctico. No tiene paciencia con la fe, la superstición le produce un horror intenso, y se burla abiertamente en cuanto oye hablar de cualquier cosa que no se pueda tocar, ver y reducir a cifras”.
“John sabe que sufro. Sabe que no hay ‘motivo’ para sufrir, y con eso le basta”.
Como en las curas de Weir Mitchell, el “buen marido” John le impone reposo absoluto en cama; y le irrita que escriba:
“Durante una temporada sí escribí, a pesar de lo que dijeran; pero es verdad que me agota bastante. Tener que llevarlo con tanto disimulo, a riesgo de topar con una oposición firme…”
“A veces pienso que si tuviera fuerzas para escribir un poco, se aligeraría la presión de las ideas, y podría descansar”.
Atrapada en esa habitación patriarcal, la única forma de escapar del encierro es atravesar mentalmente, de forma resquebrajada, ese irritante y horrible “empapelado amarillo” donde la protagonista ve a una mujer arrastrándose y queriendo salir.
“¡Y he arrancado casi todo el papel, para que no podáis volver a meterme!”
De forma muy similar a la protagonista del cuento, Perkins Gilman describiría más tarde las prescripciones que estuvieron cerca de llevarle a “la completa ruina mental”:
“‘Lleve una vida lo más hogareña posible. Tenga a su hija con usted todo el tiempo’ (Hay que hacer notar que el simple hecho de vestir a la niña me estremecía y me hacía llorar; no se puede decir que fuera una compañía muy saludable para ella, por no hablar del efecto que a mí me causaba). ‘Échese durante una hora después de cada comida. No tenga más que dos horas de vida intelectual al día. Y no vuelva a tocar nunca una pluma, un pincel ni un lápiz en lo que le quede de vida’.” (en Ehrenreich y English).
“Obedecí estas indicaciones durante tres meses, y llegué tan cerca de los límites de la completa ruina mental que pude ver el otro lado. Entonces, usando los restos de inteligencia que me quedaban... lancé al viento los consejos del especialista y volví al trabajo de nuevo –trabajo, la vida normal de cualquier ser humano... al fin recuperando alguna medida de poder” (en Showalter).
Perkins tuvo la suficiente lucidez como para darse cuenta que lo que realmente le estaba ahogando era su vida recluida de esposa y madre, atrapada en la domesticidad, y lo que necesitaba era continuar con su actividad y trabajo. Salió de su “enfermedad” precisamente desobedeciendo las órdenes del doctor Mitchell: llegó a un acuerdo con su marido para divorciarse, se fue a California con su hija y se dedicó a escribir y al activismo social. Pero no se olvidó ni mucho menos de Mitchell ni de sus curas y en 1892 escribió El empapelado amarillo. Gilman cuenta en su autobiografía que envió una copia al doctor. “Nunca lo reconoció (...) pero años más tarde escuché de unos amigos del especialista que había modificado el tratamiento” impactado por el libro. “Si fue así”, escribió Gilman, “quizá mi vida no haya sido en vano”.
Referencias:
Ehrenreich, Barbara & English, Deirdre (1990). Por su propio bien: 150 años de consejos de expertos a las mujeres. Madrid: Taurus
Showalter, Elaine (1985). The female malady: Women, madness, and English culture, 1830-1980. London: Virago.
Cinco mujeres locas: Cuento góticos de la literatura norteamericana. Nathaniel Hawthorne, Charlotte Perkins Gilman, William Faulkner, Eudora Welty, Truman Capote. Barcelona: Lumen (edición e Introducción de Miquel Berga).