Dice María González Aguado que cuerpo y alimentación pueden concebirse como una esfera íntima de significación donde se libran multitud de batallas emocionales. “Mi cuerpo es un campo de batalla” dice también el colectivo Ma colère al reflexionar en torno a la ira y los excesos del cuerpo tradicionalmente negados.
En 1872, un médico inglés llamado William Withey Gull (por cierto, vinculado con el tiempo por la cultura popular a Jack el Destripador) utilizó por primera vez el término “anorexia nerviosa” para describir una serie de comportamientos que en su mayoría identificaba en mujeres blancas burguesas de la época victoriana, y que consideraba necesario diferenciar de la “sitofobia” (el miedo a comer). Esta última era definida como una alteración de “una mente claramente desviada”. Al llamarle “anorexia nerviosa”, Gull podía alejar a las mujeres victorianas de la locura, sin dejar de considerar al mismo tiempo que se encontraban al borde de lo “insano” y con necesidad de cuidado médico.
Comportamientos similares relacionados con el cuerpo y la alimentación habían sido descritos con otros nombres siglos antes (¡oh, sorpresa! se trata de nombres propuestos por médicos ingleses, franceses, alemanes...): Simone Porta en 1500; Richard Morton en 1689; Louis-Victor Marcé en 1860; Charles Lasègue en 1870; y también siglos después: Jean-Martín Charcot y Gilles de la Tourette en 1889; Jean Piaget en 1903; Morris Simmonds en 1914; Joan Jacobs Brumerg en 1985.
Por su parte, la así llamada “bulimia nerviosa” corrió con la misma suerte. “Bulimia” significa literalmente “hambre de buey”. Dicho sea de paso, en palabras de Marta Dillon, “nosotras cargamos con la animalidad”: zorras por putas, vacas por gordas, cabras por locas, conejas por parir, yeguas por descarriadas, gatas por no finas. No es casualidad la relación entre los excesos del cuerpo con la animalidad, con la locura y con el color de la piel (¿de qué color suele ser un buey?). El poder médico-psiquiátrico y sus imaginarios son racistas, como el cisheteropatriarcado. Tienen el poder de definir y de castigar lo que consideran salvaje, incontrolable, excesivo.
Los ciclos de atracones-purgas habían sido tradicionalmente descritos como un “síntoma más” de la anorexia, pero entrado el siglo XX, médicos como Horst-Ulfert Ziolko y Otto Dörr Zegers comienzan a diferenciarla con el nombre de “hiperorexia”. Es finalmente el psiquiatra inglés Gerald Rusell quien les bautiza en 1979 como hasta ahora les conocemos. Las explicaciones que ofrecen dichos médicos sobre las causas tanto de la “anorexia” como de la “bulimia” van desde afectaciones orgánicas en el sistema digestivo, hasta alteraciones fisiológicas del sistema nervioso y, más recientemente, cuestiones relacionadas con los vínculos familiares.
Como bien señala María González Aguado, llama la atención el hecho de que William Withey Gull definiera la “anorexia nerviosa” desde Inglaterra en pleno apogeo de la época victoriana, sin hallar relación entre el cuerpo o la alimentación con los ideales y modelos victorianos de la feminidad blanco-burguesas de finales del siglo XIX. La delgadez victoriana es en ese momento símbolo de moralidad; la estética delgada se vincula a la ética y la fragilidad; la restricción alimentaria simboliza la corrección y la virtud de la feminidad blanca. La delgadez deviene así un atributo étnico y de clase social. Mientras la anorexia sobre-encarnaría el estereotipo de la feminidad tradicional, los ciclos de sobreingesta-purga personificarían la feminidad desviada, fuera de sí, excesiva, engañosa, mentirosa. Ambos “estares alimentarios” (como les llama Eva Zafra) debían recibir su correspondiente denominación y corrección médico-psiquiátrica.
Vendrá más tarde el movimiento feminista a ofrecer explicaciones que no desvincularan el patriarcado de la experiencia corporal y estética.
El cuerpo como “víctima” (¿cuál cuerpo?)
Una de las cosas que más ha denunciado el movimiento feminista es cómo la reproduccion de los ideales y modelos hegemónicos o normativos de la feminidad se incoporan de manera violenta en la experiencia de las mujeres. Entre otras, la industria de la moda ha sido de las más señaladas por difundir estéticas del cuerpo que se consideran irreales o imposibles, además de no mostrar en su mayoría la diversidad corporal entre las mujeres. También se ha señalado cómo en occidente se tiende a establecer una correspondencia entre la feminidad normativa, la belleza, la delgadez y la salud, creando así un imaginario en el que estar delgada es sinónimo de “estar bien”.
En el ámbito político, quizá una de las acciones más reconocidas realizadas por el movimiento feminista fueron las bombas fétidas lanzadas en la final de ‘Miss Mundo’ en 1970 en Londres bajo la consigna “no somos guapas ni somos feas, estamos furiosas”. O las protestas frente a Miss America en Estados Unidos utilizando un “cubo de basura de la libertad”, en el que arrojaron objetos relacionados con la estética del cuerpo femenino en símbolo de protesta contra el patriarcado.
Cabe preguntarse aquí de qué patriarcado estamos hablando y de qué cuerpos estamos hablando. Tal como dice Chanel Waquel Durall Wurtzba:
“Un labial y unos tacones para ciertos cuerpos puede ser liberación… cuando la ama estaba en la plantación con labiales, con tacones y con vestido, muchas mujeres esclavizadas y maricas racializadas que no eran ‘humanas’ soñaban con tacones y con vestido porque eso significaba una existencia otra en el mundo”.
En este sentido, María González Aguado hace un análisis en donde explica cómo el movimiento feminista ha denunciado los efectos de la publicidad y de la moda en la construcción del cuerpo de las mujeres como “objetos de deseo”, sin considerar que a veces la misma publicidad hace distinciones raciales entre quiénes y cómo son tanto las mujeres “objeto de deseo” como los varones “sujetos de deseo”. Luego de analizar distintas fotografías de renombre en la industria de la moda se pregunta: ¿el deseo de qué varones se supone que disciplina el cuerpo de las mujeres? es decir, ¿cómo son los varones a los que consideramos “sujetos de deseo”, cuyas miradas “objetivizan” a las mujeres? ¿y, además, de qué “mujeres” estamos hablando?
La estética y la hipersexualización del cuerpo están marcadas no solo por el sexo-género sino también por la raza, la clase social y la sexualidad, y no sólo se manifiestan de manera impositiva o esencialista; sino que también se expresan como forma de liberación, resistencia, desobediencia o sobrevivencia. En este sentido, dice también Chanel Waquel: mi venganza es ser bonita.
Los vínculos con la comida
Varias activistas e investigadoras se han preocupado por comprender cómo se socializan los vínculos entre la alimentación y el género. Por ejemplo Eva Zafra explica cómo, en el sistema de género binario, la feminidad se refuerza o se relaciona más con las dudas entre comer por placer (“lo que me gusta”) o comer por obligación (“lo que debería o no comer”), donde la delgadez cobra mucha relevancia para el reconocimiento social. Al mismo tiempo, la masculinidad normativa se expresa o se refuerza en el comer tanto por placer como por satisfacción (“lo que me gusta” + “lo que me sacia”).
Comer la misma cantidad o ración de comida puede ser leído en un caso como exceso y en otro como falta. Así, la alarma ante alimentarse de formas contrarias a como se espera según el sexo o género atribuido es una alarma de género. Pero no solo; por ejemplo, en según qué contextos culturales, comer mucho o comer poco puede percibirse como una falta de respeto o de educación, y no necesariamente o no sólo como una cuestión de sexo-género. En el mismo sentido, el autocontrol, la calidad de los alimentos, la sofisticación de su preparación, los horarios, los modales, la corporalidades, los gustos y preferencias, o la presentación de la indumentaria y los utensilios para comer también están atravesadas por la clase social y por los sentidos culturales. La serie documental “La Divina Gula” podría ser una muestra de cómo lo que puede ser considerado “excesivo” en unas culturas y barrios, no necesariamente lo es en otros. Si no que puede ser, de hecho, una forma de liberación y de construcción de comunidad y de bienestar.
A través de la comida pueden desafiarse las construcciones normativas de la feminidad y la masculinidad, y también los ideales gordo-odiantes y los modelos cuerdistas de lo que significa “estar sano” y “estar cuerdo” con respecto a lo que comemos, cuánto comemos, quiénes preparamos qué comidas, y quiénes comemos qué. Dicen en La Divina Gula: no estamos locos, sabemos comer. Podríamos decir, revisando esta frase desde el Orgullo Loco (en el sentido de no invalidar la locura como posibilidad en la experiencia humana, sino valorar aquellas prácticas que se fugan del “orden cuerdo”): estamos locos, sabemos comer. Por poner otro ejemplo en ese sentido, son comunes las atribuciones de locura luego de adoptar estilos o posicionamientos políticos no normativos en cuanto a la alimentación. Cuenta Judi Chamberlin cómo en 1974 Leonard Frank (quien había estado ingresado en contra de su voluntad) recupera los registros médicos de su internamiento y encuentra que entre los síntomas estaban su vegetarianismo, su barba y su negación de ser un enfermo mental. Entre las frases de los registros se encontraba: “Todavía tiene todas las creencias delirantes con respecto a su barba, régimen dietético y prácticas religiosas”. Se consideró un progreso haber pedido un día un plato de sopa de almejas.
Al repensar los vínculos con la comida también pueden desafiarse algunas de las consignas tradicionales para la liberación de las mujeres burguesas en el movimiento feminista. Por ejemplo aquellas que buscan la emancipación a través de tomar distancia con la cocina y la comida. El espacio de la cocina, el ejercicio de cocinar para otros y el acto de comer, en ocasiones no son símbolos de subordinación sino que significan resistencia en tanto se genera comunidad, afectos, conexión con la ancestralidad, autoridad y poder entre la/s persona/s, los alimentos, los artefactos y el espacio culinario tradicional o popular. Por otro lado, politizar el comer no solo implica tomar conciencia de la política sexual de la carne y su relación con la masculinidad patriarcal (el “chuletaman” que diría Catia Faria), sino de la justicia alimentaria y las consecuencias globales -según las desigualdades norte/sur- que implica no solo el consumo masivo de carne sino de otros productos con exportaciones a gran escala.
Comer o no-comer: ¿un “trastorno mental”?
Considerar como “trastornos mentales” los vínculos con la comida y la expresión de malestares a través de la alimentación y de la corporalidad es una forma reduccionista (y como ya vimos, clasista, racista, sexista y cisnormativa) de pensar los cuerpos y las subjetividades. De hecho, en la propia definición médico-psiquiátrica, muchas veces adoptada por el movimiento feminista para denunciar cómo “el patriarcado enferma”, se han colado sesgos de todo tipo. Como propuesta alternativa, Margot Pujal propone hablar de “malestares de género”, situados en el contexto del modelo de género contemporáneo. Entendiendo aquí el “género” como no separado de las jerarquías de raza, clase social, deseo, identidad de género, edad, y otras. Un ejemplo de esto lo desarrolla Becky Wangsgaard Thompson, quien explica cómo las experiencias de malestar vinculadas a la alimentación son muchas veces estrategias de sobrevivencia ante violencias como el abuso sexual, el racismo, el clasismo, el sexismo, heterosexismo o la pobreza. Explica también cómo éstas han sido descritas en su mayoría desde las experiencias de mujeres blancas de clase media, obviando cómo dichas violencias también impactan las relaciones con el cuerpo y la comida en otras personas. Señala, igualmente, cómo varias de las investigaciones biomédicas en el ámbito ignoran los factores sociales, históricos y culturales en los patrones de alimentación, adoptando estrategias de “tratamiento” que desempoderan y traumatizan a quien convive con estos malestares.
Sobre esto, María González Aguado también explica cómo parte de la investigación sociocultural da por hecho que los malestares relacionados con la alimentación ocurren sólo entre mujeres blancas de determinadas geografías y culturas del norte global. Esto acarrea la consideración de que quienes no cumplen con ese criterio no tienden a expresar sus malestares a través de la alimentación porque ya de por sí no entran en la categoría de “mujer” y no aspiran a hacerlo en tanto sus corporalidades están de entrada “fuera” de esa posibilidad. Por lo tanto, se asume que no corren tanto riesgo de vincular sus dolores y biografías con las formas de comer o no comer. Como si ese modelo estético de la feminidad blanco-burguesa no tuviera impacto en otros cuerpos en un mundo globalizado/colonizado que a su vez extiende los alcances del patriarcado neoliberal y las sociedades de consumo. La solución, desde luego, no sería patologizar también a las mujeres de color y las mujeres negras en los vínculos con la comida, sino:
Abandonar esas formas psicopatológicas de nombrar y aproximarnos a nuestros dolores, y reconocerlas como reduccionistas, sesgadas e insuficientes, y además como definiciones que pueden exponer, a día de hoy, a múltiples formas de violencia psiquiátrica e institucional. La definición y supuesta “detección” y “prevención” de los “trastornos de la conducta alimentaria” es actualmente la puerta de entrada para muchas jóvenes a los procesos de cronificación psiquiátrica (proceso condicionado, también y en parte, a las posibilidades de acceso al sistema sanitario en distintos contextos). Se trata de procesos donde los castigos se disfrazan de “tratamientos”, "rehabilitaciones" o “recuperaciones” hacia lo que puede ser, en últimas cuentas, una corrección de género binario y colonial.
Politizar nuestros malestares en el sentido de des-vivirlos como una cuestión individual y, más bien, conectarlos con las estructuras sociales, intentando tener también en cuenta cómo llevamos en el cuerpo esa estructura cuando sentimos y expresamos el dolor.
Cuerpos en resistencia, más allá de la psicopatología
Nuestros cuerpos no son pasivos y la distinción “cuerpo-mente” sólo existe para los propósitos del orden moderno-colonial. Entre otras cosas, a través de los cuerpos y de la radicalización de las prácticas en torno a la comida se elaboran conflictos, malestares, resistencias y sobrevivencias que de otro modo no tienen acceso ni salida. Las prácticas corporales extremas pueden resultar aliviantes dentro de los límites de la supremacía patriarcal que es racista, clasista y cisnormativa. Los excesos tanto al comer como al ayunar desvelan el carácter ficticio y violento de dicho orden. Las lógicas psicopatológicas tienen el poder de obviar todo esto, y en cambio, anclar las responsabilidades del sufrimiento y de los comportamientos “aberrantes” en quien sufre. Esto último en lugar de señalar, proteger o transformar desde el reconocimiento de las estructuras y sus violencias, así como de los cuerpos en sus posibilidades de liberación. No es simple sometimiento, también pueden ser estrategias conscientes (aunque sean dolorosas), así como respuestas contraintuitivas o transgresiones en entornos particularmente hostiles.
Si bien, pueden significar no sólo resistencia sino al mismo tiempo un daño que muchas veces se busca evitar. De ahí la importancia de facilitar alianzas, recursos y prácticas del cuidado de sí desde lo colectivo y desde espacios de seguridad, que permitan transitar por los malestares contemporáneos de género/raza/clase/sexualidad sin tanto dolor. Espacios y recursos que permitan construir sentidos comunes en torno a esas experiencias, desde esas mismas experiencias. Y desde ahí, en vista de que resulta casi imposible no sufrir en nuestras sociedades racistas, industrializadas, colonialistas, capitalistas, neoliberales, capacitistas, edadistas, generizadas, sumamente confusas y, en general violentas, no olvidar a Judi Chamberlin cuando dice al reivindicar el Orgullo Loco: no queremos ser castigadas por sentir dolor y por tratar de expresar ese dolor.
Dicho sea de paso que, antes de la existencia de la psicopatología y de la psiquiatría, y actualmente en algunos lugares donde no tienen presencia, el ejercicio del ayuno y el ejercicio purgativo no han sido necesariamente considerados una patología, ni necesariamente vividos desde el daño, ni han tenido como consecuencia el castigo. Ceremonias y rituales que van desde comunidades originarias (que a día de hoy continúan resistiendo a la colonización y a la mercantilización o banalización de sus saberes), hasta prácticas de muchas religiones en distintas culturas, han recurrido tanto al ayuno como a la purga en sus vínculos comunitarios.
En occidente, el movimiento loco ha permitido la creación de espacios que generan respuestas colectivas a los propios malestares que el mismo occidente genera; así como ha permitido la comprensión de la locura desde su reconocimiento como respuesta transgresora generalmente acallada, como dice Patricia Rey. Ha permitido el intercambio de experiencias, estrategias, preocupaciones, dudas y respuestas en torno a distintas causas y expresiones del sufrimiento psíquico y los castigos que se reciben ante éste. Es decir, ha permitido la creación de comunidades partiendo del reconocimiento y la convivencia con el malestar y la locura, y hacia una autodefensa colectiva ante sus posibles castigos. Esto último en contraste con crear comunidades desde negar, borrar o actuar priorizando eliminar las formas en que se expresan visiblemente el malestar y la locura (como lo harían, en general, el modelo biomédico y las “ciencias psi”).